Raro, como apagado… cordialmente
Se puede cambiar sin dejar de ser
uno mismo, y siento que esa es la mejor manera. Las personas cambian, se mudan,
pueden cambiar hasta de idioma, pero seguirán siendo las mismas. La razón se
funda en que el hombre es una suma de valores, éticos, morales, familiares,
sociales, etc., que le han dado una identidad, un modo de ser, un rostro claro
definido, su particular carácter, que lo hacen único e irrepetible, entre
muchos millones de seres que habitan la tierra.
Las tradiciones, el acervo
cultural, sobre el que se construyen las sociedades, van moldeando un modo, una
geografía humana que va definiéndose según el carácter y asimilación de los
tiempos nuevos, pero sin abandonar su origen, su sello de origen, su
pertenencia. Es esa suma de valores y principios los que hacen de la
pertenencia un indisoluble lazo de hermandades y arraigos con los demás seres
humanos que comparten por amor o empatía, la misma tierra.
Como en otras oportunidades,
abordaré estos temas en estos artículos semanales, en el espíritu de aportar
ideas y reflexiones sobre estas cuestiones actuales. Muchas veces hemos
coincidido con Uds., queridos lectores y otras tantas nos hemos posicionado con
diferentes prismas sobre un mismo asunto, pero jamás hemos abandonado el
respeto por el valor de una inquietud, de una idea, de una reflexión que
apuntale la necesidad de traccionar hacia adelante en términos de cultura,
identidad y arraigo. En esas disquisiciones, solemos incorporar al sistema
educativo como actor complementario y necesario a la hora de reafirmarnos como
pueblo. También y principalmente, como un actor principal, el núcleo familiar,
que es el escenario inicial en donde la educación valórica e identitaria hace
sus primeros dibujos en la identidad particular de las personas, para incorporarlos
como seres sociales a la comunidad.
Pudiéramos caer fácilmente en
buscar chivos expiatorios, o instalar una solapada responsabilidad sobre los
otros, hablar de la culpa, blandir la xenofobia y quedarnos mirando otra vez
desde la vereda, cómo un grupo minúsculo y a control remoto, nos destruye la
memoria histórica.
Pero no, no voy a caer en la
tentación de mirar para otro lado, y voy a decir lo que siento, que en este
caso puntual está en consonancia con lo que pienso.
Río Gallegos, “Ciudad cordial” te
llamaban... los chatos del interior te vimos como una metrópolis austral
inalcanzable.
No renuncies a tu origen de
sufridos pioneros. Tus únicos héroes yacen en tumbas colectivas, sin
identificación, sin fastuosos oropeles.
Río Gallegos, no dejes que te
vuelvan la villa miseria de Puerto Madero, o el barrio más grande de los
caprichos que surgen de Olivos al “Calafate Vip”.
La historia se prende fuego y
nadie parece darse cuenta que los capitanes de este infierno viven y comen
entre nosotros, con nosotros y los llamamos; Amigos, Compañeros, Vecinos...
Despierta Ciudad Cordial!!
Que no te prendan fuego el
futuro.
Sí queridos paisanos, si nos
vamos a encender, que sea para iluminar el futuro, que tal como están las cosas
rima más con, oscuro, que con seguro. Si nos vamos a enojar, que sea con
nuestra falta de compromiso con esta tierra que nos vio nacer, o que elegimos
para vivir y criar a nuestros hijos. Si nos vamos a indignar que sea contra las
grandes mentiras renovadas, y las pequeñas corrupciones cotidianas. Podemos
cambiar, sin abandonar lo que somos en esencia, si es que somos lo que decimos
ser, porque sólo quien sabe su origen tiene el valor de encontrarse con el otro
diferente, y sumarse en lo diverso sin dejar su identidad. Quien no sepa
reconocerse en su tierra, está condenado al exilio, aunque siga en su casa,
viviendo en el mismo lugar, será un inquilino de su vida.
Todos somos forasteros entonces,
hasta que demostremos lo contrario. Llegó el momento de ser… y dejar de
padecer.
Por Eduardo Guajardo–
guajardosur@yahoo.com.ar
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